-Amo el viento -repetía mamá cada vez que las rafagas de setenta kilometros
hacian temblar las ventanas de casa.
Yo no entendía.
Cómo alguien podía amar la arena en los ojos,
el hostigamiento de la tierra en el cuerpo,
los carteles rodando por todo el pueblo.
-¿Cómo puede ser que te guste el viento? - le reproché una tarde.
-Me hace acordar a mi infancia -dijo.
Yo hice silencio.
Ahora que estamos lejos y hay alerta de vendaval en Buenos Aires,
comprendo.
Entonces preparo el mate,
salgo al patio de casa,
sonrío pensando en mamá
y dejo que me abrace el viento.