Jamás me interesó la astrología.
Moda naif, mandato de época, me repetía.
Que me venían con esas idioteces
que nada entendían del goce y el deseo,
del fantasma, el Edipo y el superyó.
Una mañana muerta en la oficina,
-medio jugando, medio en serio-
Pau me hizo la carta astral:
Virgo con ascendente en cáncer.
Me dijo algo de la manía con la infancia,
la familia como tierra y la extrema sensibilidad.
Sentí que era una radiografía del Yo.
Durante años me burlé de las religiones,
me asumí -pedantemente- ateo.
Hace poco, mamá me contó de su promesa frente al espejo,
de no dejarse caer cuando se quedó sola,
de su conversación con algún tipo de Dios.
Todavía recuerdo mi silencio culposo,
mi ausencia de certeza alguna.
El Tarot siempre me pareció brujería,
cosa de ignorantes y estafadores.
Anoche, medios borrachos, Vale me tiró las cartas.
Me salió la creatividad como tema,
la templanza como futuro,
y no se qué del apego al pasado.
Quedé perturbado.
Todo hablaba de mí.
Quizás uno de mis tantos errores
fue creer que conocimiento
era sinónimo de verdad.
A fin de cuentas,
todo discurso,
toda epistemología,
todo saber,
es otra forma de la fe.
Aquello que necesitamos para explicarnos.
Aquello que necesitamos para creer.