Los niños no sabían, claro que no sabían
pero su honestidad era tan contundente,
que la idea de completud les quedaba chica.
Porque no había nada ahí que necesitara completarse,
porque el niño se multiplicaba cada vez que la niña
lo besaba,
y la niña regalaba su inmensa sonrisa cada vez
que el niño le ofrecía sus brazos.
Niños de cuerpos grandes, habitaban una adultez impuntual
invitándonos a todos a su kermes de caricias.
Bailando y riendo en un nudo de besos,
salpicando una absoluta alegría,
demostrando sin voluntad alguna,
que el tren pasa siempre más de una vez.
En un swing de bocas, lengua y saliva,
los niños se deshacían a carcajadas,
contagiando unas ganas azules de un durante perpetuo.
Y la sincronicidad de su alegría
hacia metástasis en el resto,
como si hubiesen estado esperándose desde siempre,
el niño hombre,
hermano de viejas contradicciones,
me regalaba una certeza en tiempos de incertidumbre,
un puente que lo curaba,
y me curaba,
y la niña mujer era sin saberlo,
cómplice y medicina ante el
continuo desencuentro.
Y esta vez, ante la insistencia de la duda,
la potencia de los niños dejaba su moraleja,
en su piñata de gestos,
en su mensaje erótico,
en su encuentro simétrico e infante,
el amor es una vez más sosiego,
el baile que posterga lo absurdo
e insoportable de la muerte.
Emedeerre.