No me animé a preguntarle el nombre, ni acercarle un pañuelo, no quería interrumpirla. Pero quería decirle que una vez yo también lloré como ella. Para ser honestos, más de una vez. Por eso cuando la escuché llorar, sentada atrás mio en el colectivo intentando inútilmente contener su llanto, no pude dejar de recordar aquella vez que lloré tan fuerte como ahora lloraba ella.
Es ese tipo de llanto incontenible, esa congoja que sale como un desgarro desde adentro del esófago, ese que encuentre donde nos encuentre no podemos detener, un llanto universal, un llanto que hoy era de ella, pero que alguna vez también fue mío.
Y mientras la escuchaba llorar, mientras oía su fallido esfuerzo para disimular su gimoteo, esa angustia que parece dejarnos sin aire, me vino la imagen de mi llanto también en un colectivo.
Ella mirándome desde abajo, yo desde arriba, el vidrio que nos separaba y una mano despidiéndose como pidiendo perdón. Yo no pudiendo contener mis lágrimas, yo que no entendía por qué tenía que ser así, por qué el amor tenía que estar tan pegado al sufrimiento, yo sintiendo que un pedazo mío era arrancado de la boca de mí estómago, que me arrebataban una parte de mi alma, con ese agujero en el medio, con esa sensación de vacío, intentando esconder mis lágrimas para que el señor de al lado no me viera llorar, porque no está bien llorar en público, menos siendo hombre, aunque ese señor testigo de todo, (de quien nunca supe el nombre), me dijera cálidamente que no tuviera vergüenza, que llorara tranquilo, que la tristeza ya iba a pasar, mientras yo le agradecía con una sonrisa tibia, y mi pecho no dejaba de gemir, sintiéndome roto, con la certeza de que quedaría así para siempre, lleno de lágrimas y mocos, creyendo que algo mío se estaba muriendo con ella, hasta que finalmente me pude dormir.
Y ahora que pasaron tantos años, ahora que viajo en otro colectivo, pero no estoy despidiendo a nadie, ahora que me agarran fuerte de la mano mientras se hacen un bollo para dormirse a mi lado, quería decirle a la chica de atrás lo que ese señor anónimo me dijo aquella vez, decirle que llore tranquila, que no tenga vergüenza, que la tristeza va a pasar, que de verdad ese llanto se detendrá un día, y aunque hoy sienta que algo está muriendo, quizás sólo se trate de estar aprendiendo.
Que el amor que dejamos en los otros vuelve desde el mismo amor que nos tuvieron, que es cierto lo que decía Lavoisier, eso de que nada se pierde, que todo se transforma. Que aunque hoy sienta su cuerpo partido al medio, seguro está mutando hacia otra cosa, que aunque suene estúpido a veces el dolor es necesario, que está bien despedirse, que está bien llorarlo todo como decía Girondo, pero que nada está roto dentro suyo, que ese agujero que hoy siente estará lleno de rostros en un tiempo, que el pasado es quizás la única garantía de existencia, que el amor no se pierde, que el amor siempre vuelve. Y que quizás la próxima vez que suba a un colectivo, no estará sola, que ya llegara el día que alguien se haga un bollo a su lado mientras la agarran fuerte, muy fuerte, de la mano.