Podría describirlo de mil formas,
buscar ejemplos lúdicos,
alguna explicación consistente,
empecinarme en mi colección de
almanaques
y relojes
pero la verdad,
sigo sin saber qué es el
tiempo.
Lo que sí sé,
de lo que no dudo,
es de la pena que me embarga
cuando escucho repetir
esta infamia:
"el tiempo es oro".
Es que esa afirmación absurda,
esa de sentir los minutos como
monedas,
o los días como billetes,
quizás sea una manera cruel y violenta,
de los que entienden la vida
como una mercancía.
Por eso me duele esa
frase.
Y por eso también,
defiendo una rebelión que
invite a detenerse.
Es decir, poner en pausa el
vértigo del mundo,
para escuchar lo que los días
ofrecen.
Desconectar los grilletes inalámbricos,
y permitir que los gestos
vuelvan a interpelarnos.
Demorarse, por ejemplo,
en el cansancio del obrero que
viaja en colectivo,
y en las miradas de
los niños invisibles que venden estampitas.
Posponer el ruido permanente
del celular que irrita,
para volver a buscarles formas
a las nubes
o conversar con los perros.
Detenerse como una rebelión ante la urgencia del mundo.
Persistir en las manos de mi
madre mientras
amasan,
en la piel de Laura cuando
siente frio,
en la sonrisa de Martina cuando
abre un libro,
o en las burbujas del vino con
soda de mi viejo.
Explorar los límites de lo no
dicho
sin pretensiones,
sin pretensiones,
con la tibia certeza
de que el tiempo está mucho más
cerca
de los rostros que nos habitan,
que de la fría opulencia del
metal.
Sí, demorarse,
detenerse,
detenerse,
descansar.
Entorpecer el paso,
resistiendo la prepotencia
de los que apuran al mundo,
y abrazar entonces el misterio,
lo múltiple y lo incierto,
y abrazar entonces el misterio,
lo múltiple y lo incierto,
para descubrir acaso,
que esa es la única manera de viajar en el
tiempo.