martes, 31 de julio de 2012

Bufanda

Formas de comunicación. 
El viejo truco de intentar lo imposible, de la conversación sin con. Cada vez me resulta más difícil darme a entender. Quisiera ahorrar tiempo y energías, sin tanta retórica ni acertijos linguinoides. Que me entiendas esto que te estoy diciendo sin tener que seguir escribiendo, sin dar vueltas en círculos significantes, sin vos, ni yo, ni tu ni el, que la complicidad sea la norma, y todo lo demás la excepción.

 Que una mirada baste para hacernos el amor, y que no tengas miedo de que mi boca se acerque a la tuya, que si sos mujer te deseo, y sos hombre te deseo igual, que no te estoy atacando y no me estoy defendiendo, que el temblor que mi cuerpo escupe no es vergüenza ni temor, ni me creo mejor que vos porque no puedas comprenderme. Que no tengas que cruzar la vereda cuando me veas, ni debas darme vuelta la cara haciéndote la distraída, que nos demos la bienvenida sin ruborizarnos y que nos despidamos con un abrazo sin los brazos.

Que lo escrito se borre en el momento que es leído, y que no me tengas que explicar nada, que te comprenda aunque no te entienda, que mantengas la guardia baja porque la cachetada ya no duele, que el tren pasa mas de una vez, y estamos todos viajando, sin diccionarios ni algoritmos baratos, sin manifiestos y sin latentes, una sola masa polimorfa de complicidad, donde todos los Teos y los sin Teo se confundan en el entramado de una bufanda finita e infinita, un mismo lenguaje sin lengua y sin je. 

Meter las banderas en baldes llenos de lavandina y después usarlas para sonarnos los mocos. Reírnos cada vez que alguien llora, aceptando las tragedias cotidianas como si morirse no fuera necesario. Aceptar que llegar a fin de mes, no es llegar a ningún lado, y que si te hago el amor por las orejas no es por surrealista solo es de enamorado. 

 Y si sos mi cómplice en este momento tal vez no estemos tan lejos del fin de la palabra, que entre todos quizá logremos censurarla, sin violencia y sin tristeza, en un genuino baile de pieles que se rozan, se respetan y se buscan, diciendo mas de lo que significan, el silencio del enamorado agazapado esperando el gesto alentador, el hilo del que penden los buenos sentimientos y las buenas intenciones, miles de costureros en una complicidad muda, juntos como mensajeros sin mensaje, continentes sin contenido, , donde la lengua solo sirva para lamernos, salivarnos, saborearnos con sentido, y en silencio.
http://www.youtube.com/watch?v=f-czA7zABbg

Si no la vieron, tienen que verla sino jamas de los jamases entenderán el nombre de este Blog. Saludos. Silvio Soldan

lunes, 30 de julio de 2012

Fiaca



No lo hacia de masoquista. Nunca supo muy bien porque lo hacia, pero estaba seguro que no era de masoquista. Cierta pereza, abulia, algo así como una breve anestesia temporal que lo empujaba a Martín a llegar tarde a darse cuenta de sus sensaciones.
El mejor ejemplo de esto era con el frió, tardaba demasiado en darse cuenta que tenia frío. Podía pasarse horas sin ponerse las medias,  andar por toda su casa, preparase unos mates, darle de comer a los perros con esa incipiente sensación de frío en sus pies que el demoraba en percibir. En el fondo podía reconocerse cierto placer oculto en esto, algo que muy fácilmente un psicologicista precoz diagnosticaría como masoquismo o algún tipo de histeria. Nada de eso. No era masoquismo ni histeria, a lo sumo el placer a posteriori de la media abrazando su pie. Como esa ducha con agua bien caliente después que nos sorprendió la lluvia sin paraguas. Es como si parecía disfrutar de que el frío le fuera ganando la planta de los pies, le recorriera el empeine y por ultimo tomara por asalto el dedo gordo, el patrón de los dedos, ese que indica que ya el frío es cosa seria para entonces si ir a buscar las medias a la cajonera.

Hasta acá no habría mayores problemas si solo se tratara de un par de pies destemplados y la tardía pero satisfactoria sensación de las medias ya puestas. Pero el problema es que esto se repetía, se replicaba con el resto de sus sensaciones. No solo podía ser frío en los pies, podía estar horas sintiendo frío en los brazos hasta ir a ponerse un buzo, frío en las manos hasta buscar unos guantes. Pero lo mismo pasaba con el hambre. Había momentos en que se pasaba mas de medio día sin comer bocado alguno, sin poder reconocer que hacia rato el estomago le estaba pidiendo con sus guturales voces que le acercara al menos un cacho de pan. Pero nada, la misma pereza, la misma fiaca de dejar lo que estaba haciendo para irse a hacer un sanguche, buscar alguna galletita rancia en la alacena. Entonces así como el dedo gordo de su entumecido pie lo impulsaba a buscar unas medias, un retorsijón (Por cierto, la palabra retorsijón me suena a un pueblo de España) imposible de omitir le nacía de la boca de su estomago y lo obligaba a meterse cualquier alimento que anduviera en la heladera, por demás vacía, generalmente un pedazo de queso cuyos bordes ya estaban oscuros, como si hubieran tomado sol. 

Y así con el resto de sus sensaciones, ir a hacer pis cuando la vejiga cobraba el tamaño de una sandia y la sola vergüenza de orinarse encima lo llevaba hasta el baño; lo mismo con el sueño, notar a las cinco de la madrugada después de quedarse mirando una película rumana que no terminaría del todo de entender, o leyendo un aburrido libro con poca luz, para caer en la cuenta que desde la medianoche sus ojos le ardían y las ojeras estaban a la altura de la boca. Entonces ahí si, apagar el velador, para dos horas más tardes maldecir al director rumano y al autor del libro aburrido cuando el despertador comienza a gritar en los oídos.  

Es probable que Martín nunca hubiese notado nada de todo esto, de su demora en ir a hacer pis, en preparse un sanguchito, en ponerse las medias, de su fiaca innata, si no fuera por Laura, porque de las necesidades básicas insatisfechas, la del amor es tan cruel como la del hambre o la del frió. No fue hasta que Laura lo dejo que se dio cuenta que hacia rato que la amaba. Otra vez la misma pereza, el mismo abandono hasta que algo en él estalla y lo hace tomar conciencia (suponiendo la conciencia pueda tomarse, como quien toma un vaso de la mesa o un libro de la biblioteca) de eso que hace rato el cuerpo le viene avisando.
Pero esta vez era distinto, Laura se había ido, y no había ningún par de medias, ningún pedazo de queso, ningún baño cerca que acabara con la insoportable sensación de su ausencia.
Y ahora con media cama vacía, buscando excusas para no asumir su culpa, comenzó a repasar cada una de las señales, cada una de esas sensaciones que había dejado pasar por alto para no asumir que desde hacia un tiempo estaba enamorado de ella. De la sonrisa con la que Laura lo miraba después de hacer el amor, mientras él la miraba en silencio sin poder entender bien que era lo que eso significaba.  
De cómo su humor cambiaba tras su llamado para avisarle que cuando saliera del trabajo pasaría a visitarlo, y entonces él como un chico con juguete nuevo se ponía a ordenar toda la casa, a poner los libros en su lugar, enjuagar los vasos con restos de whisky, o vino barato, se metía en la ducha mientras escuchaba algún disco de Fito porque se sabia las letras, y haciéndose el disimulado se ponía alguna remera que Laura le había comentado al pasar “lo bien-que-le-quedaba”.
Ni siquiera cuando le escribió el primer poema a ella, uno bastante malo que hablaba de su espalda, de infinitas geografías, u algo así, se dio cuenta que hacia rato que la amaba. Incluso negó rotundamente la acusación de su amigo Beto cuando este le vomito que desde que la conoció a Laura estaba cambiado, que se había enconchado, que nunca por una mina había abandonado a los muchachos como ahora, que estaba echo un pelotudo.
Y ahora estaba él en la cama, solo, con esa miserable sensación que es el sufrimiento amoroso, que él podía acostumbrarse a tener un poco de hambre, de frío, pero nunca a esto, sintiéndose estupido por no haberle regalo alguno de los te amo que hacia rato llevaba en el bolsillo, y que ahora Laura no parecía necesitar, se negaba a recibir, ahí tendido en su cama intentando inocuamente recuperarla con largas cartas y paupérrimos promesas de amor eterno, preguntándose como carajo hacer para que no le duela todo el cuerpo desde que ella no lo llama, para sacarse de encima esa terrible deseo de llorar todo el tiempo, de pedirle perdón, de gritarle que la ama, que hace mucho que la ama, que si no se lo dijo antes no fue para hacerla sufrir, no fue masoquismo, simplemente no se había dado cuenta, que era lo que le pasaba siempre cuando tenia frío en los pies, que tardaba en “darse cuenta” eso que hacia rato venia latiendo, que fue por vago, por fiaca, por no ir hasta el cajón y ponerse un par de medias. 

Intermitencias de la palabra

Aquí nace una vez más,
 la estúpida prepotencia de explicarme.
Aquí yace otra vez,
la absurda intención de encontrarme. 
.Una vez más la palabra que asoma y se va. 
Otra vez el gusto a nafta que pica en la garganta. 
Algo que decir, y no saber por dónde asumir. 
Llenar de contenido una forma apenas visible,
 una silueta tibia que amenaza con romper la hegemonía del silencio. 
Todo lo que ya fue dicho, 
pasado por la procesadora de la angustia y vuelta a digerir. 
Nunca se está bien cuando el silencio es imperio. 
Y la máquina de decir se ve forzada a vomitar preguntas. 
Un pero, un para, un por qué.
La falsa poesía del soliloquio casi perfecto. 
Un grito mudo ante el escenario íntimo del espejo.
Esconderse miserablemente de la mirada de los otros. 
La cruda economía narcisista vendida al peor postor.
Aquí nace una vez más,
 la estúpida prepotencia de explicarte.
Aquí yace otra vez,
la absurda intención de encontrarte. 

Pandora



De pronto Pandora explota  y  todo empieza a pensarse de costado.

Eso es,  pensar las cosas de costado.

Caminar como si se tuviera torticolis de forma tal de poder ver las cosas de otro modo. No caer en viejas recetas ni formulas repetidas. Cambiarse los anteojos por antiparras.
Tener una Tortuga y no ponerle Manuelita.  

Partirle la boca de un beso a quien busca esquivarte la mirada. Hacer la cola en un banco sin quejarse del cajero y contarle un chiste al que tengas adelante. Pedirle perdón al taxista si te pasea por todo Buenos Aires y cuando te cobra más de la cuenta, regalarle un caramelo. No le creerle a Sábato y ayudar a cruzar a un ciego.
Cualquiera de estas cosas y muchas otras. 
Dejarse de vivir teniendo lastima de uno mismo. 

De lo difícil que es todo. Como si la vida nos debiera algo. 
Reírse de los pesimistas y largarse a llorar delante de un optimista. Correr con todas nuestras fuerzas escapando de las explicaciones, hasta sentir los pulmones llenos de sangre.
Sufrir como se merece. En silencio, sin histrionismos ni cara de victimas. Aceptar nuestras debes antes que nuestros haberes..

Plantar un libro, leer un árbol y escribir un hijo.

No dar por sentado que mañana será otro día, ni que el pasado fue como paso.
Bailar desnudo frente al espejo riéndose de la perfecta deformidad de nuestros cuerpos.  Asumir que no hay mentiras blancas ni piadosas. Solo hay mentiras.
No creerle a la televisión, ni al diario del jueves, y mucho menos al Actimel de Pancho Ibáñez.
Hacerse el distraído, como si uno se fuera a morir para siempre. Aceptar que todo escapa a nuestro control, que las cosas nos pasan por arriba, y por abajo, no solo por el costado.
Que no hay verdades absolutas, y esa es una absoluta verdad.  

Que el orden de las cosas que hasta hoy parecía tener un recorrido predecible, puede emborracharse y llevarnos tropezando para cualquier otro lado. Se puede cortar la luz en plena fiesta mientras hay vida desconocida en el fondo del mar.

Aceptar que el amor es la más genuina de las vulgaridades.

Que somos miserables, egoístas, hedonistas, hipócritas, mediocres, mentirosos, crueles, estupidez, arrogantes, perversos, y por todo eso insoportablemente humanos. Inevitablemente humanos. Y en eso la posibilidad de ser otra cosa, pez globo, rana, barco, letra o sonrisa.

Entender que las madres nos piden que seamos sinceros mientras se llenan la cara de rimel.

Y sobretodo resignarse a vivir sin sobretodo, a mojarse bajo la lluvia, a gritar la puta que vale la pena comer milanesas, abrazarse al amigo, tomar un whisky con todos nuestros muertos, no persuadir a Pandora para que reproduzca conejos, aceptar sus tiempos anacrónicos, sus espacios sin centímetros, hacer el amor como si no tuviéramos piel, usando todo el cuerpo, arrancarnos la carne a mordiscones, empaparnos en sudor, en lagrimas, en sangre.
Y cuando llegue el orgasmo infinito, reírnos de los brazos arrancados, de los pelos en la cama, del amor desparramado en el piso.

Y por primera vez jugar a la rayuela mirando al cielo.