No lo hacia de masoquista. Nunca supo muy bien porque lo hacia,
pero estaba seguro que no era de masoquista. Cierta pereza, abulia, algo así
como una breve anestesia temporal que lo empujaba a Martín a llegar tarde a
darse cuenta de sus sensaciones.
El mejor ejemplo de esto era con el frió, tardaba demasiado en
darse cuenta que tenia frío. Podía pasarse horas sin ponerse las medias, andar por toda su casa, preparase unos mates,
darle de comer a los perros con esa incipiente sensación de frío en sus pies
que el demoraba en percibir. En el fondo podía reconocerse cierto placer oculto
en esto, algo que muy fácilmente un psicologicista precoz diagnosticaría como
masoquismo o algún tipo de histeria. Nada de eso. No era masoquismo ni
histeria, a lo sumo el placer a posteriori de la media abrazando su pie. Como
esa ducha con agua bien caliente después que nos sorprendió la lluvia sin
paraguas. Es como si parecía disfrutar de que el frío le fuera ganando la
planta de los pies, le recorriera el empeine y por ultimo tomara por asalto el
dedo gordo, el patrón de los dedos, ese que indica que ya el frío es cosa seria
para entonces si ir a buscar las medias a la cajonera.
Hasta acá no habría mayores problemas si solo se tratara de un par
de pies destemplados y la tardía pero satisfactoria sensación de las medias ya
puestas. Pero el problema es que esto se repetía, se replicaba con el resto de
sus sensaciones. No solo podía ser frío en los pies, podía estar horas
sintiendo frío en los brazos hasta ir a ponerse un buzo, frío en las manos
hasta buscar unos guantes. Pero lo mismo pasaba con el hambre. Había momentos
en que se pasaba mas de medio día sin comer bocado alguno, sin poder reconocer
que hacia rato el estomago le estaba pidiendo con sus guturales voces que le acercara
al menos un cacho de pan. Pero nada, la misma pereza, la misma fiaca de dejar
lo que estaba haciendo para irse a hacer un sanguche, buscar alguna galletita
rancia en la alacena. Entonces así como el dedo gordo de su entumecido pie lo
impulsaba a buscar unas medias, un retorsijón (Por cierto, la palabra
retorsijón me suena a un pueblo de España) imposible de omitir le nacía de la
boca de su estomago y lo obligaba a meterse cualquier alimento que anduviera en
la heladera, por demás vacía, generalmente un pedazo de queso cuyos bordes ya
estaban oscuros, como si hubieran tomado sol.
Y así con el resto de sus sensaciones, ir a hacer pis cuando la
vejiga cobraba el tamaño de una sandia y la sola vergüenza de orinarse encima
lo llevaba hasta el baño; lo mismo con el sueño, notar a las cinco de la
madrugada después de quedarse mirando una película rumana que no terminaría del
todo de entender, o leyendo un aburrido libro con poca luz, para caer en la
cuenta que desde la medianoche sus ojos le ardían y las ojeras estaban a la
altura de la boca. Entonces ahí si, apagar el velador, para dos horas más
tardes maldecir al director rumano y al autor del libro aburrido cuando el
despertador comienza a gritar en los oídos.
Es probable que Martín nunca hubiese notado nada de todo esto, de
su demora en ir a hacer pis, en preparse un sanguchito, en ponerse las medias, de
su fiaca innata, si no fuera por Laura, porque de las necesidades básicas
insatisfechas, la del amor es tan cruel como la del hambre o la del frió. No
fue hasta que Laura lo dejo que se dio cuenta que hacia rato que la amaba. Otra
vez la misma pereza, el mismo abandono hasta que algo en él estalla y lo hace
tomar conciencia (suponiendo la conciencia pueda tomarse, como quien toma un
vaso de la mesa o un libro de la biblioteca) de eso que hace rato el cuerpo le
viene avisando.
Pero esta vez era distinto, Laura se había ido, y no había ningún
par de medias, ningún pedazo de queso, ningún baño cerca que acabara con la insoportable
sensación de su ausencia.
Y ahora con media cama vacía, buscando excusas para no asumir su
culpa, comenzó a repasar cada una de las señales, cada una de esas sensaciones
que había dejado pasar por alto para no asumir que desde hacia un tiempo estaba
enamorado de ella. De la sonrisa con la que Laura lo miraba después de hacer el
amor, mientras él la miraba en silencio sin poder entender bien que era lo que
eso significaba.
De cómo su humor cambiaba tras su llamado para avisarle que cuando
saliera del trabajo pasaría a visitarlo, y entonces él como un chico con
juguete nuevo se ponía a ordenar toda la casa, a poner los libros en su lugar,
enjuagar los vasos con restos de whisky, o vino barato, se metía en la ducha mientras
escuchaba algún disco de Fito porque se sabia las letras, y haciéndose el
disimulado se ponía alguna remera que Laura le había comentado al pasar “lo bien-que-le-quedaba”.
Ni siquiera cuando le escribió el primer poema a ella, uno
bastante malo que hablaba de su espalda, de infinitas geografías, u algo así,
se dio cuenta que hacia rato que la amaba. Incluso negó rotundamente la
acusación de su amigo Beto cuando este le vomito que desde que la conoció a
Laura estaba cambiado, que se había enconchado, que nunca por una mina había
abandonado a los muchachos como ahora, que estaba echo un pelotudo.
Y ahora estaba él en la cama, solo, con esa miserable sensación
que es el sufrimiento amoroso, que él podía acostumbrarse a tener un poco de
hambre, de frío, pero nunca a esto, sintiéndose estupido por no haberle regalo
alguno de los te amo que hacia rato llevaba en el bolsillo, y que ahora Laura
no parecía necesitar, se negaba a recibir, ahí tendido en su cama intentando
inocuamente recuperarla con largas cartas y paupérrimos promesas de amor
eterno, preguntándose como carajo hacer para que no le duela todo el cuerpo
desde que ella no lo llama, para sacarse de encima esa terrible deseo de llorar
todo el tiempo, de pedirle perdón, de gritarle que la ama, que hace mucho que
la ama, que si no se lo dijo antes no fue para hacerla sufrir, no fue
masoquismo, simplemente no se había dado cuenta, que era lo que le pasaba
siempre cuando tenia frío en los pies, que tardaba en “darse cuenta” eso que
hacia rato venia latiendo, que fue por vago, por fiaca, por no ir hasta el
cajón y ponerse un par de medias.