De pronto Pandora explota y todo empieza a pensarse de costado.
Eso es, pensar las cosas de
costado.
Caminar como si se tuviera torticolis de forma tal de poder ver
las cosas de otro modo. No caer en viejas recetas ni formulas repetidas.
Cambiarse los anteojos por antiparras.
Tener una Tortuga y no
ponerle Manuelita.
Partirle la boca de un beso a quien busca esquivarte la mirada. Hacer la cola en un banco sin quejarse del cajero y contarle un chiste al que tengas adelante. Pedirle perdón al taxista si te pasea por todo Buenos Aires y cuando te cobra más de la cuenta, regalarle un caramelo. No le creerle a Sábato y ayudar a cruzar a un ciego.
Partirle la boca de un beso a quien busca esquivarte la mirada. Hacer la cola en un banco sin quejarse del cajero y contarle un chiste al que tengas adelante. Pedirle perdón al taxista si te pasea por todo Buenos Aires y cuando te cobra más de la cuenta, regalarle un caramelo. No le creerle a Sábato y ayudar a cruzar a un ciego.
Cualquiera de estas cosas y muchas otras.
Dejarse de vivir teniendo lastima de uno mismo.
Dejarse de vivir teniendo lastima de uno mismo.
De lo difícil que es todo. Como si la vida nos
debiera algo.
Reírse de los pesimistas y largarse a llorar delante de un
optimista. Correr con todas nuestras fuerzas escapando de las explicaciones, hasta sentir los pulmones llenos de
sangre.
Sufrir como se merece. En silencio, sin histrionismos ni cara de
victimas. Aceptar nuestras debes antes que nuestros haberes..
Plantar un libro, leer un
árbol y escribir un hijo.
No dar por sentado que mañana será otro día, ni que el pasado fue
como paso.
Bailar desnudo frente al espejo riéndose de la perfecta deformidad
de nuestros cuerpos. Asumir que no hay
mentiras blancas ni piadosas. Solo hay mentiras.
No creerle a la televisión, ni al diario del jueves, y mucho menos
al Actimel de Pancho Ibáñez.
Hacerse el distraído, como si uno se fuera a morir para siempre.
Aceptar que todo escapa a nuestro control, que las cosas nos pasan por arriba,
y por abajo, no solo por el costado.
Que no hay verdades
absolutas, y esa es una absoluta verdad.
Que el orden de las cosas que hasta hoy parecía tener un recorrido
predecible, puede emborracharse y llevarnos tropezando para cualquier otro lado. Se puede
cortar la luz en plena fiesta mientras hay vida desconocida en el fondo del mar.
Aceptar que el amor es la
más genuina de las vulgaridades.
Que somos miserables, egoístas, hedonistas, hipócritas, mediocres,
mentirosos, crueles, estupidez, arrogantes, perversos, y por todo eso
insoportablemente humanos. Inevitablemente humanos. Y en eso la posibilidad de ser otra cosa, pez globo, rana, barco, letra
o sonrisa.
Entender que las madres nos piden que seamos sinceros mientras se llenan la cara de rimel.
Y sobretodo resignarse a vivir sin sobretodo, a mojarse bajo la
lluvia, a gritar la puta que vale la pena comer milanesas, abrazarse al amigo,
tomar un whisky con todos nuestros muertos, no persuadir a Pandora para que
reproduzca conejos, aceptar sus tiempos anacrónicos, sus espacios sin
centímetros, hacer el amor como si no tuviéramos piel, usando todo el cuerpo,
arrancarnos la carne a mordiscones, empaparnos en sudor, en lagrimas, en sangre.
Y cuando llegue el orgasmo infinito, reírnos de los brazos
arrancados, de los pelos en la cama, del amor desparramado en el piso.
Y por primera vez jugar a
la rayuela mirando al cielo.
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