Hace días que ando con ganas de cortarme el pelo.
Ya me cuesta peinarlo, los rulos andan desprolijos
y siento que tengo un plumero en la cabeza.
Y cada vez que lo digo,
cada vez que te lo cuento,
vos me decís que no.
Que te encantan mis rulos,
que estoy bien así,
entonces dudo y finalmente lo postergo.
Pero resulta que después voy a trabajar,
o ando por la calle,
me miro en algún espejo
y otra vez me vuelve la idea
de que tengo que cortarme el pelo.
Desde hace días ando así.
Esta burguesa sensación de que tengo un plumero
que muere en el mismo instante que me decís que te gusta así,
y me acaricias el pelo,
y tus dedos se ponen a jugar en mi cabeza.
Y recién,
mientras el espejo de un ascensor
me devolvía otra vez a la certeza de que tengo el pelo hecho un caos,
miré mi imagen desprolija,
y comprendí que era un idiota.
Que no sabía el error que acaso estaba por cometer
por culpa de este narcisismo obsoleto.
Porque no es cierto que quiera cortarme el pelo,
pues yo no necesito ninguna prolijidad que prescinda de tu mirada,
lo que yo quiero,
lo que yo realmente quiero,
es ser visto por tus ojos todo el tiempo,
esos cuya miopía me ven hermoso pese a mis faltas,
y ser acariciado por tus manos,
esas pequeñas manos
que hace días eligen acariciarme el pelo
hasta que nos llega el sueño.