miércoles, 10 de abril de 2019

Ineficencias

Pierdo el tiempo,
lo sé.
Y también sé que puede
molestar este antojo
de andar defendiendo lo inútil.
Esto de entretenerme en el ejercicio
de no hacer nada,
este trastorno de inactividad.
Es decir,
soy proclive a las siestas con mis gatos,
insisto en tararear siempre las mismas canciones,
releo siete veces un
párrafo hasta encontrarle
su perfecta música,
imagino conversaciones con mis amigos
y me siento con el mate a diario
a mirar el limonero que no crece.
Y me pongo a pensar cada cosa entonces:
Cómo hará la niñez
para defender su infancia,
por qué los despertadores
son tan violentos,
a dónde van los trenes
que pasan sólo una vez,
o qué fue primero;
la miseria o los miserables.
Y como no podré
esquivar los diagnósticos,
-esa manía que tiene
el mundo de enfermarlo todo-
seguiré perdiendo el tiempo,
abrazándome a lo inútil
como de una almohada,
haciendo de la ineficacia un
refugio,
de la pereza un horizonte,
y te seguiré esperando cuando el sol caiga,
para preguntarnos como niños,
si ganarse la vida
es lo mismo que vivir.

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