Me pediste un tiempo,
a mi se me cerró el pecho,
y agaché la cabeza
sin saber qué me pedías.
Claro, por entonces
yo no sabía que el tiempo
y el espacio eran una sola cosa,
y que lo que en verdad
necesitabas era una galaxia
sin mi nombre.
Me pediste un tiempo
e inaguraste una lista infinita
de esperas,
el ejercicio de contar las horas,
la arquitectura de lo que ya no será.
Me pediste un tiempo,
unos días para ver que te pasaba,
y asentí sin saber que
un dia eran ochenta y seis mil segundos,
y que cada uno de ellos
podía ser una insoportable eternidad.
Yo ignoraba la relatividad del cosmos,
lo perpetuo de ciertas tristezas,
lo fugaces que pueden ser las alegrías,
las intermitencias del deseo,
y lo vulnerable que nos vuelve amar.
Me pediste un tiempo,
a mi se me cerró el pecho,
agaché la cabeza,
pero entonces yo no sabía
que las estrellas también explotan
cuando se quedan sin aire,
que a la vía láctea la habitan mil soles,
y que somos polvo en infinita expansión.
Me pediste un tiempo,
y en ese momento desconocía,
que en el futuro de mi universo,
en lo efímero de mis días,
el tiempo nunca no se pide,
el tiempo siempre se da.
domingo, 30 de junio de 2019
viernes, 14 de junio de 2019
Deseo
Tarda en oírse.
Incluso quizás algunos,
nunca lo escuchen.
Y no debería sorprendernos
esta demora,
esta imposibilidad.
Es que es difícil
escucharse entre tanto ruido.
Es un trabajo engorroso,
esquivo,
frustrante.
Pero a veces,
después de
mucho tiempo,
asoma.
Debajo de tanta basura mediática,
de tanto mandato,
religión
y goce inútil,
debajo de todo eso
que el mundo posterga,
aparece,
latente como un grito,
el deseo propio.
Como una brújula
que siempre tuvimos
y nunca vimos,
un horizonte oculto
tras la niebla de los días,
el deseo irrumpe
y explota.
Y claro que lo propio
es siempre sostenido por los otros,
que para escuchar nuestro pulso,
antes debimos escuchar el pulso ajeno.
Pero cuando el deseo irrumpe
no retrocede,
y todo lo pretérito aburre,
hastía,
cansa,
y ese saber
hasta hace poco
no sabido,
ahora rige nuestras horas.
Se torna imposible ignorarlo,
late brutalmente,
disipa la bruma,
señala la huella,
y empezamos otro andar.
Con nuestras torpezas a cuestas,
con un cúmulo de dudas,
pero con la potencia de
saber que al fin caminamos,
hasta dónde el deseo nos lleve.
Incluso quizás algunos,
nunca lo escuchen.
Y no debería sorprendernos
esta demora,
esta imposibilidad.
Es que es difícil
escucharse entre tanto ruido.
Es un trabajo engorroso,
esquivo,
frustrante.
Pero a veces,
después de
mucho tiempo,
asoma.
Debajo de tanta basura mediática,
de tanto mandato,
religión
y goce inútil,
debajo de todo eso
que el mundo posterga,
aparece,
latente como un grito,
el deseo propio.
Como una brújula
que siempre tuvimos
y nunca vimos,
un horizonte oculto
tras la niebla de los días,
el deseo irrumpe
y explota.
Y claro que lo propio
es siempre sostenido por los otros,
que para escuchar nuestro pulso,
antes debimos escuchar el pulso ajeno.
Pero cuando el deseo irrumpe
no retrocede,
y todo lo pretérito aburre,
hastía,
cansa,
y ese saber
hasta hace poco
no sabido,
ahora rige nuestras horas.
Se torna imposible ignorarlo,
late brutalmente,
disipa la bruma,
señala la huella,
y empezamos otro andar.
Con nuestras torpezas a cuestas,
con un cúmulo de dudas,
pero con la potencia de
saber que al fin caminamos,
hasta dónde el deseo nos lleve.
miércoles, 5 de junio de 2019
Cama bote
A mí lo que me salva
son esos primeros cinco minutos.
Ahí cuando todavía
en nuestra cama bote
el ruido del mundo no nos alcanza.
Ahí,
entre lagañas,
bostezos,
y pereza
nuestras piernas
insisten,
se buscan y conversan.
Y en esos momentos
previos a la urgencia
de los días,
hay palabras que están prohibidas:
formulario,
eficacia,
normalidad,
moral
y progreso,
son algunas de ellas
Hay otras que
convocamos con
frecuencia:
frazada,
gato,
sosiego,
miel,
quizás,
y torpeza.
Y tal vez,
esos pocos minutos
que son mil de los otros,
esos que estiramos
entre mate amargo,
proximidad
y silencio
son nuestra pequeña
trinchera.
La manera que nuestra
fragilidad encuentra
para protegerse piel adentro,
del aturdimiento
incesante del afuera.
son esos primeros cinco minutos.
Ahí cuando todavía
en nuestra cama bote
el ruido del mundo no nos alcanza.
Ahí,
entre lagañas,
bostezos,
y pereza
nuestras piernas
insisten,
se buscan y conversan.
Y en esos momentos
previos a la urgencia
de los días,
hay palabras que están prohibidas:
formulario,
eficacia,
normalidad,
moral
y progreso,
son algunas de ellas
Hay otras que
convocamos con
frecuencia:
frazada,
gato,
sosiego,
miel,
quizás,
y torpeza.
Y tal vez,
esos pocos minutos
que son mil de los otros,
esos que estiramos
entre mate amargo,
proximidad
y silencio
son nuestra pequeña
trinchera.
La manera que nuestra
fragilidad encuentra
para protegerse piel adentro,
del aturdimiento
incesante del afuera.
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