Me pediste un tiempo,
a mi se me cerró el pecho,
y agaché la cabeza
sin saber qué me pedías.
Claro, por entonces
yo no sabía que el tiempo
y el espacio eran una sola cosa,
y que lo que en verdad
necesitabas era una galaxia
sin mi nombre.
Me pediste un tiempo
e inaguraste una lista infinita
de esperas,
el ejercicio de contar las horas,
la arquitectura de lo que ya no será.
Me pediste un tiempo,
unos días para ver que te pasaba,
y asentí sin saber que
un dia eran ochenta y seis mil segundos,
y que cada uno de ellos
podía ser una insoportable eternidad.
Yo ignoraba la relatividad del cosmos,
lo perpetuo de ciertas tristezas,
lo fugaces que pueden ser las alegrías,
las intermitencias del deseo,
y lo vulnerable que nos vuelve amar.
Me pediste un tiempo,
a mi se me cerró el pecho,
agaché la cabeza,
pero entonces yo no sabía
que las estrellas también explotan
cuando se quedan sin aire,
que a la vía láctea la habitan mil soles,
y que somos polvo en infinita expansión.
Me pediste un tiempo,
y en ese momento desconocía,
que en el futuro de mi universo,
en lo efímero de mis días,
el tiempo nunca no se pide,
el tiempo siempre se da.
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