lunes, 27 de julio de 2020

Sentimiento oceánico


 La primera vez no tendría mas de quince años. Entonces hice lo único que se puede hacer cuando una certeza es tan abrumadora: compartirla.
Todavía siento mi respiración, la alfombra azul, el galope en la sangre y el dictado de esa voz interna de la que yo era sólo un medio.
Con el temblor de quién no sabe cómo, pero tiene un porqué y con adolescente impunidad -que más tarde la adultez expropiaría- anoté:
La vida es asombrosa.
Doblé el papel y al otro día se lo entregué a mi mejor amigo.
Dos o tres veces más esa experiencia brutal e intransmisible volvió a repetirse. Frente a un mar absoluto, con esa canción que llegó en el momento preciso o al terminar aquel libro que se me hizo carne.
Después, el mundo se encargó de hacer lo que sabe. Formularios, mérito, la postergación de toda infancia y esa manía de ponernos a girar en círculos buscando morder nuestra propia cola. Formas de sumir en el olvido esa certeza, ese sentimiento oceánico que, quizás, es lo único que vale la pena recordar.
Pero hoy me topé -perdida en mi biblioteca- con una foto de papá en su niñez; un mensaje me despertó anunciando la paternidad de mi mejor amigo y vos hiciste ese gesto puntual que desata nudos.
Busqué papel, lapicera y escribí al galope.
Como una advertencia, dejé el papel doblado bajo la almohada.

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