Hoy es uno de esos días en que amanezco hecho un nudo. Esa suerte de habito dominguero que me cierra sobre mi mismo, y torna casi imposible encontrar la punta que me desate.
Y sé que soy un cliché, que no hay ninguna originalidad en esto. Que soy parte de una horda infinita de neuróticos que coincidimos en teñir los domingos en una telaraña de contradicciones.
Y mientras me alcanzás un mate me preguntás que me pasa, y cuando te quiero contar no se bien por donde empezar. Busco una razón sensata, esgrimo alguna hipótesis, hago silencio para darme tiempo, hasta terminar de nuevo en el corazón del nudo, sin palabras y con las lagrimas en la punta de la lengua.
Como si no pudiera dejar de repetir las mismas rutas mentales que me llevan a chocar conmigo, y todo dentro mío es un embotellamiento de ideas que no encuentran otro camino que la angustia y el desasosiego.
Y camino la casa con el ceño entre fruncido, queriendo estar lejos de mí todo el tiempo, y me tiro en la cama otro rato, como un acto reflejo que me permita seguir dándome lástima, entonces vos te me acercas con la excusa de preguntarme que tengo ganas de comer, y ponés el disco que sabés que me gusta, me susurras unas palabras y me das un beso cómplice hasta dejarme solo nuevamente.
Y te veo irte de la habitación con ese andar sencillo, y te detenés para regalarme un último gesto, me mirás haciendo una mueca con toda la cara, obligándome, pese a que no quiera, a que se me escape una sonrisa.
Y entonces me doy cuenta que un nudo nunca se desata solo, que para salir de uno necesitamos otro que tire de la punta del ovillo, que no hay miseria que se soporte sola, y que vos sos mi desatanudos, quiero decir, mi camino hacia el sosiego, la ruta necesaria para curarme de mi mismo.
Matias de Rioja
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