lunes, 10 de abril de 2017

Licantropía

Ahí van las hienas,
con su obsesiva manera de escupir condenas.
Habitando todos los cafés,
sentados en todas las mesas,
con su sabiduría rancia,
sacándose restos de comida entre los dientes.

Algo habrán hecho dicen, y se ríen las hienas.
Son todos vagos dicen, y festejan dándose palmadas.
Que vuelvan los milicos dicen, escondiéndose en su chiste.
Hay que molerlos a palos así aprenden, dicen 
buscando complicidad.

Repitiendo su racimo de sentencias,
las hienas van detrás de la noticia que le ofrecen,
destilan un odio visceral a todo lo otro,
a toda diferencia con ellos mismos,
mirándose siempre al espejo que es la tele
en búsqueda de una verdad.

Negros de mierda, dicen y se excitan.
Quiero ver cuando te pase a vos, 
dicen mostrando sus colmillos.
No tienen solución,
repiten las hienas sedientas de diagnósticos,
convencidas de su moral,
sus buenas costumbres 
y sus impuestos al día.

Incapaces de ver historias y contextos,
pero adictos a la meritocracia,
las hienas se muestra apolíticos y racionales,
donando sus sobras orgullosos
y persignándose frente a todas las iglesias.

No entienden de alteridad ni de mesura,
confunden solidaridad con limosna,
sólo piden justicia cuando los barrios tienen asfalto,
y el roce con la pobreza les hace girar
la cabeza para el costado.

Las hienas pululan por todos lados,
disimulándose en manada,
y aunque nos quieran imponer su miedo,
no queda otra alternativa que tomar aire
y enfrentarlas.

Con la hospitalidad y la palabra,
sin levantar la voz y con la guardia baja,
llenando de interrogantes 
su crisol de censuras,
sabiendo sostenerles la mirada.

Y entonces buscarlos en lo profundo de sus ojos
con la esperanza de encontrarnos,
en un gesto amoroso,
en ese resto de ternura que seguro los habita
desde antes,
mucho antes,
que les envenenaran el alma.












sábado, 8 de abril de 2017

Náusea

No sé por donde empezar. No se ni como decirlo. Siento una vergüenza profunda. Algo que nace desde la boca de mi estomago. Una náusea por mi condición de hombre. Unas ganas de salir a pedir perdón, de decirles que no todos somos así. Pero eso no sería cierto, de algún modo todos somos así, todos matamos a Micaela, si, yo también mate a Micaela.
Y escribo esto con la náusea encima, como esperando que sólo sea una borrachera, que no sea cierto, que no lo hicimos de nuevo, que no las matamos otra vez. Pero si lo hicimos, porque tenemos total impunidad para hacerlo, porque crecemos con el derecho natural de hacerlo. Por que nos tienen miedo, y las condiciones siguen siendo las mismas para que esto así sea, para que no dejen de temernos.
Por más que digamos #niunamenos, o #vivaslasqueremos, por más que las acompañemos a las marchas, y levantemos sus banderas, tenemos el germen del monstruo adentro.
A nosotros nos enseñaron a mirarlas así, o a usarlas así, a verlas como otro de las tantos objetos útiles a nuestro deseo patriarcal, y la abrazo a mi novia, y pienso en su miedo cuando la subieron a ese auto, o en mi sobrina corriendo con terror mientras uno de nosotros le decía guarangadas desde una camioneta , y la náusea no se va, porque es algo que está tan adentro nuestro, un monstruo alimentado por siglos y siglos de una normalidad fálica y brutal, un monstruo que pese a todos sus esfuerzos por detenernos, sigue creciendo, por eso nos temen, por eso cruzan la vereda, por eso no pueden viajar solas, ni andar solas de noche, porque estamos en todas las esquinas con nuestra enferma manera de mirarlas, y tenemos todas las instituciones a nuestro favor, todas las subjetividades preformateadas a indignarse si intentan revelarse, si pintan una pared o si marchan desnudas.
Y claro que podría hablar de eso también, de la hipócrita manera que tenemos para indignarnos por un par de tetas y el silencio cómplice que sostenemos cuanto matan a una más, todos los días, todos los días, todos los días.
Pero no quiero hablar de eso, lo que quiero es pedirles perdón de algún modo, porque siento vergüenza por mi género, una vergüenza genuina y nauseabunda, pero que no me redime, porque claro que soy culpable, claro que hago un chiste si mi sobrina se pone una pollera corta, claro que habitan en mí los gestos de toda la violencia machista que insiste en presentarse como natural, claro que de algún modo yo también maté a Micaela. No sólo fue el asesino, no sólo fue el juez que lo liberó, no fue sólo el "sistema", como una categoría vacía y anónima, somos nosotros, los hijos sanos del patriarcado, los que pese a todos nuestros esfuerzos por deconstruirnos seguimos siendo cómplices, ya sea por omisión, de la muerta de Micaela.
Por eso, aunque no te conocía, yo también te maté de algún modo Micaela, yo también llevo en mi sangre el ADN cultural que insiste en tratarlas como cosas.
Por eso no diré  #todossomosmicaela para lavar culpas, porque probablemente esté, una vez más, del lado del opresor y no del oprimido, porque seria estúpido pretender sentir el dolor y el miedo que hoy y todos los días las mujeres sienten, y porque los medios usarán la noticia hasta que ya no sea redituable, y porque cambian los rostros y cambian los nombres, pero lo que no cambia, es que mañana uno de nosotros estará esperando en otra esquina para volver a asesinarlas.

Matias de Rioja


jueves, 6 de abril de 2017

Subte

Hace unos días cuando me subí en la estación Congreso y vi un asiento libre en la punta, al lado de la puerta, miré un par de veces a mi alrededor para ver si alguien amagaba a sentarse, y tras unos minutos con el asiento libre decidí a sentarme para poder leer más cómodo.
Me gusta viajar en subte. Me gusta esa sensación de ir bajo tierra, recorriendo la ciudad desde sus entrañas para ir desde un lugar a otro. Y por lo general es difícil conseguir asiento libre para leer. Pero ese día pude. O eso creía. 
Durante un par de estaciones, pude leer muy concentrado un libro de Guebel que me tenia atrapado, hasta que un ruido extraño y molesto me interrumpió. Era un sollozo, una especie de gimoteo que venía de entre el tumulto de gente. Busqué con la mirada unos segundos hasta encontrar el origen del ruido que distraía mi lectura. Provenía de un señor de unos cincuenta años, canoso y de ojos claros. Vestía un pantalón marrón clarito marca "Pampero" y unos botines de trabajo "Ombú".  Lloraba.
Si por lo general es raro e incómodo ver a alguien llorar, más lo es en un vagón lleno de gente, todos  apretados. Por eso quizás mi primer acto reflejo fue poner mis ojos de nuevo en el libro, incomodo, espiando disimuladamente al hombre que sollozaba. (Cierto es también que esto es propio de cualquier espacio, raramente nos detenemos ante alguien que llora, estamos demasiados ocupados para llegar a ningún lado). 
Mientras lloraba, el hombre hablaba por teléfono, y en su balbuceo se escuchaba un "no sé como voy a seguir hermano, no sé como voy a hacer, cómo se lo digo a mi familia...", con una angustia tal que volvía imposible seguir leyendo. Quizás por eso, y quizás un poco por oficio cuando terminó de hablar por teléfono, saqué de mi mochila un pañuelo descartable y estirándome un poco, le toqué la mano para alcanzárselo. Lo aceptó haciendo un gesto como quien da las gracias. Intenté inútilmente seguir con la lectura, más para defenderme de la angustia que la situación me generaba que por ganas reales de seguir leyendo. 
Llegando a la estación Primera Junta, vi que el hombre de mirada triste se acercaba hasta la puerta, cerca de donde yo estaba. (los que viajamos en subte sabemos que una estación antes tenemos que acercarnos al lado de la puerta, siempre está el miedo de no poder bajar a tiempo).
Ahora que estábamos próximos, fue él quien me tocó el hombro. Me volvió a agradecer. Le dije que no había nada que agradecer, y le pregunté si quería otro pañuelo pero se negó a aceptarlo. En mi cabeza había mil preguntas ¿Por qué lloraba?, ¿cómo ayudarlo?, ¿podía ofrecerle algo más que un pañuelo? (Muchos de los que estábamos ahí nos hacíamos estas preguntas). 
Llegando a la estación, nuestras miradas volvieron a cruzarse y casi sin pensarlo me salió preguntarle qué había pasado, si podía ayudarlo en algo (gajes del oficio otra vez, supongo). Me respondió entrecortadamente: "Me acaban de echar del laburo, a mi y a 24 compañeros más... reducción de personal". Sólo atine a decir:  "Miserables". 
Las puertas del subte se abrieron y el hombre estiró su mano para saludarme, nos apretamos la mano tibiamente y bajó con su ropa de trabajo que el otro día no podría usar. Me quedé en el vagón del subte, con el libro abierto en mis piernas, con toda la angustia flotando en el aire, pensando que no le pregunté el nombre, que tampoco le di el mío, ni mi teléfono, ni nada. 
Llegue a casa contrariado, reprochándome no haberle dado ni siquiera mi teléfono. Apenas vi a mi compañera le comente la escena. Mi libro, el sollozo, la ropa de trabajo, la tristeza en la mirada, el apretón de manos final, mi incapacidad de ofrecerme. Ella me escucho tranquilamente y con su sensatez habitual me respondió: dejá de echarte culpas, ese hombre no va a necesitar un psicólogo, o quizás sí, pero lo que seguro va a necesitar es un laburo.
Ahora que escribo estas líneas, entiendo que tal vez ella tiene razón, que mientras nos quieren llenar la cabeza de odio -los mismos que prometieron alegría-, la tristeza gano las calles. Que ese día veinticinco personas más se quedaron sin trabajo y que seguro, no saldrá en ningún lado. 
Porque la verdad mediática insiste en negar la realidad con sus debates de circo macabro, invirtiendo moralidades, manipulando estados de ánimo, imponiendo una "normalidad" hecha a su medida, una normalidad perversa y meritócrata, mientras lo real se impone en todas partes.
Hasta debajo de la tierra, donde leer ya no se puede porque la angustia también viaja en el subte.


Matias de Rioja