Ahí van las hienas,
con su obsesiva manera de escupir condenas.
Habitando todos los cafés,
sentados en todas las mesas,
con su sabiduría rancia,
sacándose restos de comida entre los dientes.
Algo habrán hecho dicen, y se ríen las hienas.
Son todos vagos dicen, y festejan dándose palmadas.
Que vuelvan los milicos dicen, escondiéndose en su chiste.
Hay que molerlos a palos así aprenden, dicen
buscando complicidad.
Repitiendo su racimo de sentencias,
las hienas van detrás de la noticia que le ofrecen,
destilan un odio visceral a todo lo otro,
a toda diferencia con ellos mismos,
mirándose siempre al espejo que es la tele
en búsqueda de una verdad.
Negros de mierda, dicen y se excitan.
Quiero ver cuando te pase a vos,
dicen mostrando sus colmillos.
No tienen solución,
repiten las hienas sedientas de diagnósticos,
convencidas de su moral,
sus buenas costumbres
y sus impuestos al día.
Incapaces de ver historias y contextos,
pero adictos a la meritocracia,
las hienas se muestra apolíticos y racionales,
donando sus sobras orgullosos
y persignándose frente a todas las iglesias.
No entienden de alteridad ni de mesura,
confunden solidaridad con limosna,
sólo piden justicia cuando los barrios tienen asfalto,
y el roce con la pobreza les hace girar
la cabeza para el costado.
Las hienas pululan por todos lados,
disimulándose en manada,
y aunque nos quieran imponer su miedo,
no queda otra alternativa que tomar aire
y enfrentarlas.
Con la hospitalidad y la palabra,
sin levantar la voz y con la guardia baja,
llenando de interrogantes
su crisol de censuras,
sabiendo sostenerles la mirada.
Y entonces buscarlos en lo profundo de sus ojos
con la esperanza de encontrarnos,
en un gesto amoroso,
en un gesto amoroso,
en ese resto de ternura que seguro los habita
desde antes,
mucho antes,
que les envenenaran el alma.
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