jueves, 6 de abril de 2017

Subte

Hace unos días cuando me subí en la estación Congreso y vi un asiento libre en la punta, al lado de la puerta, miré un par de veces a mi alrededor para ver si alguien amagaba a sentarse, y tras unos minutos con el asiento libre decidí a sentarme para poder leer más cómodo.
Me gusta viajar en subte. Me gusta esa sensación de ir bajo tierra, recorriendo la ciudad desde sus entrañas para ir desde un lugar a otro. Y por lo general es difícil conseguir asiento libre para leer. Pero ese día pude. O eso creía. 
Durante un par de estaciones, pude leer muy concentrado un libro de Guebel que me tenia atrapado, hasta que un ruido extraño y molesto me interrumpió. Era un sollozo, una especie de gimoteo que venía de entre el tumulto de gente. Busqué con la mirada unos segundos hasta encontrar el origen del ruido que distraía mi lectura. Provenía de un señor de unos cincuenta años, canoso y de ojos claros. Vestía un pantalón marrón clarito marca "Pampero" y unos botines de trabajo "Ombú".  Lloraba.
Si por lo general es raro e incómodo ver a alguien llorar, más lo es en un vagón lleno de gente, todos  apretados. Por eso quizás mi primer acto reflejo fue poner mis ojos de nuevo en el libro, incomodo, espiando disimuladamente al hombre que sollozaba. (Cierto es también que esto es propio de cualquier espacio, raramente nos detenemos ante alguien que llora, estamos demasiados ocupados para llegar a ningún lado). 
Mientras lloraba, el hombre hablaba por teléfono, y en su balbuceo se escuchaba un "no sé como voy a seguir hermano, no sé como voy a hacer, cómo se lo digo a mi familia...", con una angustia tal que volvía imposible seguir leyendo. Quizás por eso, y quizás un poco por oficio cuando terminó de hablar por teléfono, saqué de mi mochila un pañuelo descartable y estirándome un poco, le toqué la mano para alcanzárselo. Lo aceptó haciendo un gesto como quien da las gracias. Intenté inútilmente seguir con la lectura, más para defenderme de la angustia que la situación me generaba que por ganas reales de seguir leyendo. 
Llegando a la estación Primera Junta, vi que el hombre de mirada triste se acercaba hasta la puerta, cerca de donde yo estaba. (los que viajamos en subte sabemos que una estación antes tenemos que acercarnos al lado de la puerta, siempre está el miedo de no poder bajar a tiempo).
Ahora que estábamos próximos, fue él quien me tocó el hombro. Me volvió a agradecer. Le dije que no había nada que agradecer, y le pregunté si quería otro pañuelo pero se negó a aceptarlo. En mi cabeza había mil preguntas ¿Por qué lloraba?, ¿cómo ayudarlo?, ¿podía ofrecerle algo más que un pañuelo? (Muchos de los que estábamos ahí nos hacíamos estas preguntas). 
Llegando a la estación, nuestras miradas volvieron a cruzarse y casi sin pensarlo me salió preguntarle qué había pasado, si podía ayudarlo en algo (gajes del oficio otra vez, supongo). Me respondió entrecortadamente: "Me acaban de echar del laburo, a mi y a 24 compañeros más... reducción de personal". Sólo atine a decir:  "Miserables". 
Las puertas del subte se abrieron y el hombre estiró su mano para saludarme, nos apretamos la mano tibiamente y bajó con su ropa de trabajo que el otro día no podría usar. Me quedé en el vagón del subte, con el libro abierto en mis piernas, con toda la angustia flotando en el aire, pensando que no le pregunté el nombre, que tampoco le di el mío, ni mi teléfono, ni nada. 
Llegue a casa contrariado, reprochándome no haberle dado ni siquiera mi teléfono. Apenas vi a mi compañera le comente la escena. Mi libro, el sollozo, la ropa de trabajo, la tristeza en la mirada, el apretón de manos final, mi incapacidad de ofrecerme. Ella me escucho tranquilamente y con su sensatez habitual me respondió: dejá de echarte culpas, ese hombre no va a necesitar un psicólogo, o quizás sí, pero lo que seguro va a necesitar es un laburo.
Ahora que escribo estas líneas, entiendo que tal vez ella tiene razón, que mientras nos quieren llenar la cabeza de odio -los mismos que prometieron alegría-, la tristeza gano las calles. Que ese día veinticinco personas más se quedaron sin trabajo y que seguro, no saldrá en ningún lado. 
Porque la verdad mediática insiste en negar la realidad con sus debates de circo macabro, invirtiendo moralidades, manipulando estados de ánimo, imponiendo una "normalidad" hecha a su medida, una normalidad perversa y meritócrata, mientras lo real se impone en todas partes.
Hasta debajo de la tierra, donde leer ya no se puede porque la angustia también viaja en el subte.


Matias de Rioja


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