La adultez llega cuando uno aprendió a fingir con precisión. Se trata de ir ocultando el niño que fuimos, ir matando de a poco nuestra infancia. Por eso empezamos a fumar, tosemos, nos pica la garganta y volvemos a intentar. Por eso dejamos la leche chocolatada, la gaseosa y nos pasamos a la cerveza, al vino o a la petaca de café al coñac y por eso también, dejamos de llorar en público. Tenemos que ser adultos, y la adolescencia es el medio para completar ese doloroso proceso de ficción. Se trata dejar atrás la frágil verdad que éramos para convertirnos en la sólida mentira que seremos hasta el final. El ejercicio normalizador de peyorizar las emociones en nombre de la razón.
Quizás el arte sea -en todas sus formas- un puente hacia esa infancia perdida. La forma que encontramos para resistir la adultocracia.
Por eso el poder le teme.
El arte es el arma más poderosa para no dejarnos domesticar.
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