Cada vez que me dicen
feliz día,
pienso:
¡Que lástima que no conocieron
a Mabel!
Con sus pasitos cortos,
con su portafolio repleto de libros
y experiencias,
Mabel llegaba al aula y era
como ver la marea subir.
Sí, las clases de Mabel
nos volvían niños mirando el mar.
Mientras ella hablaba,
hacía un chiste,
y pedía un mate,
uno sentía que sus palabras
eran olas empapandonos
el rostro.
Y no importaba si era Freud,
salud pública,
o Dolto.
Mabel era contenido,
-detención-
y continente.
Con Mabel las clases no se daban,
las clases se construían.
Años más tarde,
por esas carambolas de la vida,
Mabel me ofreció sentarme a su lado,
compartirme un pedacito de su mar.
Y ese inmenso gesto,
significó mi destino docente.
Por eso, cuando hoy
me dicen feliz día,
o alguien comete el equívoco
de agradecerme una clase,
pienso en ella.
En la fortuna de haberme
bañado en el profundo océano
de ternura
llamado Mabel.
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