Tal vez no se trate de esperar a grandes
explosiones de solidaridad.
Porque el efecto de una explosión dura,
lo que dura su onda expansiva.
Y entonces la mirada vuelve a desviarse.
Y cuando la mirada se desvía,
vuelven los titiriteros del miedo,
los que multiplican cerraduras,
los que caminan de espaldas,
los que compran balas.
Acaso sea mejor
una potencia menos estridente,
un efecto menos mediático,
un abrazo antes del agua al cuello,
una alteridad todavía posible.
Porque cada gesto que se reprime,
cada voz que se silencia,
cada puerta que no se abre,
cada exclusión que no se denuncia,
es otra forma de inundarnos de muerte.
Y no está mal regalar el colchón en el que no se duerme,
el alimento que nos sobra,
el agua que no beberemos.
Pero antes, mucho antes,
estuvo el rostro que se negó,
el silencio cómplice que no se hizo grito,
el brazo que no quiso estirarse,
el dolor que quiso ignorarse.
Porque la muerte es mucho más cotidiana que la hoz y la noche,
porque el gesto que se niega muere,
porque la palabra no dicha, muere
porque la caricia que se reprime, muere
porque la caricia que se reprime, muere
y porque la mirada que se esquiva,
es también otro signo de la muerte.
Tal ves se trate entonces,
de una lluvia de pequeños gestos cotidianos.
es también otro signo de la muerte.
Tal ves se trate entonces,
de una lluvia de pequeños gestos cotidianos.
Una sonrisa que se devuelve,
un puente de palabras,
un puente de palabras,
un mate que se ofrece al nombre que aún se ignora,
un colchón que se comparte y no se regala,
una puerta siempre abierta.
Pequeños gestos cotidianos
para ganarle de a poco a la muerte.
Antes, mucho antes,
de que su agua nos lleve.
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