No sé escribir con la furia
del hambre,
con la piel rajada de frió,
escribir como los que
nunca pudieron ver el mar
ni calentarse junto al fuego.
Desconozco cómo es escribir
con las manos ampolladas,
con el cuerpo cansado,
con el barrio sangrando,
y para ser honesto,
no pretendo hacerlo.
Porque lo que me duele,
y me conmueve
es la conciencia de que
el mundo empieza fuera de mi,
y desde ahí,
busco y escribo.
Porque quizás el azar,
acaso el destino,
-pero nunca el mérito-
me parió del lado
de los intactos.
Los del plato lleno,
la cama abrigada,
la mano caricia
y no golpe,
la ternura como suelo.
Pero este privilegio,
esta suerte de
que la hospitalidad
haya sido la norma,
y la hostilidad la excepción,
me obliga a no ignorar
el sufrimiento ajeno.
Porque hace tiempo
entendí que nadie
se salva solo,
que la vida no puede
ser sólo la posibilidad de algunos,
que no hay deseo cuando
hay hambre,
y que el mundo no debería
ser jamás
patrimonio de unos pocos.
Por eso,
aunque no escriba desde la furia,
ni desde el frío,
ni desde el hambre,
escribo con el dolor de los que me duelen,
con los dañados y los rotos,
escribo mientras la insurrección avanza,
y hasta que todos los privilegios
-incluido los míos-,
caigan.
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