jueves, 5 de diciembre de 2019

No puedo solo.
Nunca pude,
y nunca podré.
Y me gustaría decir que no me importa.
Mirarme al espejo y repetirme una y otra vez: 
tú puedes, 
tú puedes, 
tú puedes. 

Ser como dicen las publicidades:
Único,
original,
distinto.
Y aunque a veces lo finja,
lea manuales de autoayuda,
y me diga que de mi solo depende,
no puedo.

¿Y cómo podría? 

Si no había forma de despertarme 
hasta que mamá no me ponía las medias
en las mañana heladas de mi pueblo.
Si esperaba con ansiedad que mi vecino
golpeara la puerta para ir andar en bicicleta 
a la hora de la siesta,
o me hacía el que no entendía una cuenta
para hacer la tarea junto mis hermanos.

Cómo voy a decir que no me importa
lo que digan,
si cada vez que hacía un gol 

buscaba la mirada de papá
y cuando escribí mi primer poema
-con la misma torpeza de ahora-
pase la noche entera sin dormir,
esperando la respuesta de la chica 
de sonrisa perfecta.

Cómo voy a ser original, 
si cuando la adolescencia fue un infierno
la amistad fue una barricada repleta

de idiotez, amor y vino berreta
Cómo voy a poder solo,
si mi fragilidad siempre estuvo
en manos de los otros. 

No,
no puedo,
nunca pude,
y nunca podré.
Porque nada en mi 
me pertenece.
Soy cada gesto que me habita,
cada mirada,
cada palabra, 
cada piel.

Por eso,
en tiempos del ego,
mandato de lo uno,
yo defiendo lo otro. 

Porque soy una precaria imitación
de lo que me dieron, 
la continuación de lo
que otros empezaron.
Quiero decir que soy cualquiera:
una comunidad entera 
en lo profundo de mi rostro. 



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