Es hora de organizarlas, de devolverle sus derechos
vulnerados, de restituirle su lugar dentro de esta maquinaria del miedo.
La tiranía de la razón las ha visto esconderse
durante siglos, y es momento de subvertir este orden oscuro.
La lógica racionalista ha multiplicado significados
de saco y corbata obligándonos a esconder lo latente de nuestras existencias.
Pienso, luego Existo. Falso algoritmo, apócrifa
idea de que razón y verdad son sinónimos.
La verdad no tiene nada de racional, y si de algo
dudo, es de mis certezas.
Al menos yo, nunca dudé de la alegría del primer beso, del miedo al abandono,
de la bronca ante lo perverso, del dolor por
el que ya no está.
Entonces, me resisto con todo mi ser a suponer que
hay algo de certeza en la razón, me resisto a este imperialismo moderno, a esta
sepultadora de emociones, a esta estúpida herencia.
Porque no hay nada más concreto, no hay nada más
material
que los nervios por la llamada que no llega,
que la mirada que se sostiene,
que la ansiedad por una espalda,
que el rubor ante la persona amada.
Pero no, el imperativo Cartesiano, nos ha obligado
a avergonzarnos del miedo, a esconder las lágrimas en las oficinas, a retener
las carcajada en los oftalmólogos, a medicar la tristeza,
a suprimir el temor a
lo incierto.
Entonces vamos escupiendo explicaciones,
resolviendo ecuaciones que no duelen, creyéndonos hombres serios, impostando
madurez, vomitando respuestas.
¿Qué tiene que ver la seriedad con el conocimiento?
¿De dónde nace esa absurda prepotencia de esconder
el llanto?
¿Qué razón puede tener una idea de progreso que todo lo
asesina?
¿Quién nos ha privado del derecho a emocionarnos?
Entonces es momento de construir un sindicato de
emociones,
de socializar la alegría, la inseguridad y el miedo
de conciliar al dolor, la esperanza y el llanto,
de defender la angustia, el
amor y la tristeza.
Para entablar una lucha simétrica con los soldados
de la razón, con los capitalistas de lo cierto, con los economistas de lo
siniestro.
Porque
¿Quién defiende el derecho al miedo?
¿Por qué no hay abogados para la angustia?
¿Dónde se esconden los contadores de lágrimas?
¿Dónde están los ingenieros de la duda?
¿Quién se asume doctor en esperanzas?
¿Quiénes son los testaferros del amor?
Entonces hablo de la genuina posibilidad de
emocionarnos en un colectivo, de reivindicar el llanto, de volver a las
preguntas que nos fueron postergadas, de encontrarnos con el rostro antes que
con el nombre.
Porque no hay alegrías solipsistas, porque no hay
impotencia que no necesite compañía, porque no hay felicidad que no se comparta
y porque no hay dolor que se soporte solo.
Llegó la hora de abolir las explicaciones, de
desobedecer manuales, de prohibir diagnósticos,
de no tener razón.
Sólo entonces podremos celebrar la alegría ajena,
solo así podremos temblar los miedos de los otros, conmovernos por la tristeza
vecina, dolernos por toda alteridad arrasada,
llorarnos el amor recíproco.
Porque no sé cuánto sé, pero sí sé cuándo
siento.
Y porque ante cada saber que se pronuncia,
ante cada razón que se impone,
hay una emoción que se silencia,
hay una emoción que se silencia,
hay un sentir que se posterga,
hay una pequeña muerte que nos alcanza.
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