Nunca me sentí cómodo con el felices fiestas.
Nunca comprendí que placer se esconde en
ese deseo de paz y felicidad para todos.
Es decir sospecho que ese tipo de deseo,
esa idea de felicidad que pende del almanaque,
más que un deseo sincero,
es una coartada de trescientos sesenta y dos días.
Yo no quiero, ni deseo una felicidad así.
No me causa placer, ni me genera alegría,
una felicidad puntual y anónima.
No me sirve ni defiendo una felicidad llena de paquetes,
de arboles con luces intermitentes,
y pagos en tres cuotas.
Y no busco con esto ofender a nadie,
no busco atacar ninguna fe,
me refiero si,
a esa felicidad vacua,
indiferente,
esa felicidad que se pretende completa,
ese felices fiestas que se escupe y
se retira a su comodidad de pan dulce.
Porque sospecho que la felicidad
pende de gestos pequeños y cotidianos,
que la felicidad es siempre otra cosa
que un deseo educado y apurado.
Que la felicidad no podrá ser nunca un
saludo de despedida.
Tal vez entonces,
la felicidad sea un acto y no un deseo,
quizás la felicidad dependa de gestos permanentes,
una lucha constante ante la indiferencia y el olvido,
un esfuerzo diario por contener el rostro ajeno,
por conmoverse por el dolor extranjero,
por responder ante los otros,
porque quizás la felicidad se sepa siempre incompleta.
Acaso se trate entonces de cambiar las causas,
y no de protestar las consecuencias,
buscando una felicidad pequeña,
concreta y singular.
abandonando la idea de lo abstracto y universal.
Una felicidad rostro con rostro,
una felicidad que sea inicio,
y no llegada,
partiendo siempre desde el otro,
postergando las propias miserias,
para que la felicidad empiece en la realidad
y termine en la palabra.
Y nunca al revés.
Emedeerre.